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David Crosby: la figura trágica del folk contemporáneo

David Crosby encarna como pocos artistas el arquetipo del visionario musical cuyo genio creativo convive con un impulso autodestructivo. A lo largo de seis décadas, su voz cristalina y sus armonías celestiales marcaron el rumbo del folk-rock, pero su vida estuvo atravesada por pérdidas irreparables, excesos y rupturas personales que oscurecieron su legado. Su historia es la de un hombre que, al tiempo que ayudó a inventar un sonido, se fue alejando de él a causa de sus propios demonios.


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Crosby nació en California en 1941, en un entorno que favorecía la sensibilidad artística. Su primer gran impacto fue con The Byrds, donde fusionó la tradición folk con la electricidad del rock británico. Canciones como Eight Miles High mostraron su inclinación por la experimentación armónica y las afinaciones abiertas, rasgos que se volverían su sello personal.


Tras su salida abrupta de la banda, formó Crosby, Stills & Nash (y más tarde Nash & Young), uno de los supergrupos más influyentes del siglo XX. Allí su talento brilló en la elaboración de armonías complejas, que daban a las canciones un carácter etéreo y sofisticado, anclado en el espíritu de la Costa Oeste. Obras como Guinnevere o Déjà Vu son prueba de su capacidad para convertir lo íntimo y lo onírico en piezas memorables.

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El mito de Crosby también se forjó en el dolor. En 1969, la muerte de su pareja Christine Hinton en un accidente de coche lo sumió en un duelo profundo. A partir de entonces, el consumo de cocaína y heroína dejó de ser un exceso bohemio para convertirse en una adicción devastadora. Su carácter volátil y sus enfrentamientos constantes con compañeros y productores lo fueron aislando, mientras su salud física y mental se deterioraba.


En los años 80, su situación llegó al límite: encarcelamiento, pérdida de derechos de autor, deterioro vocal y, finalmente, la necesidad de un trasplante de hígado en 1994. Crosby sobrevivió, pero su figura pública quedó marcada por la imagen del genio que no supo gestionar su don.


A partir del 2000, Crosby vivió una inesperada segunda juventud creativa. Publicó discos en solitario aclamados por la crítica, como Croz (2014) o Lighthouse (2016), y colaboró con músicos jóvenes, mostrando una capacidad renovada para la introspección y la vulnerabilidad artística. Sin embargo, en lo personal, su vida seguía marcada por rupturas: murió en 2023 sin reconciliarse con Stephen Stills, Graham Nash ni Neil Young.


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En sus últimas entrevistas, admitía con franqueza los errores que lo habían alejado de las personas más importantes de su vida. Esa lucidez final no borraba las cicatrices, pero sí añadía una capa de humanidad a su figura.


La tragedia de David Crosby no fue la de un talento desperdiciado, sino la de un talento que brilló intermitentemente, empañado por las sombras que él mismo alimentó. Fue testigo y protagonista del nacimiento del folk contemporáneo, capaz de tender puentes entre tradición y modernidad, pero incapaz de sostener las relaciones y la estabilidad que su arte necesitaba para crecer.




En sus canciones, Crosby ofrecía al oyente una utopía sonora: voces que se entrelazaban como si nunca fueran a separarse. En su vida, en cambio, las fracturas fueron inevitables. Esa contradicción lo convierte en un símbolo del folk contemporáneo: un género que aspira a la comunión, pero que también está atravesado por las soledades más profundas.

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