El tóxico precio de la fama limitada: Kevin DuBrow
- Desde la edición

- 29 oct
- 5 Min. de lectura
En el panteón del rock, donde la juventud se convierte en un dios voraz y la fama en una forma de castigo, pocos nombres resultan tan paradójicos como el de Kevin DuBrow. No fue un genio incomprendido ni un mártir de masas, pero sí un emblema de esa zona intermedia —la del éxito súbito y perecedero— que tantas veces ha sido más cruel que el fracaso. Vocalista de Quiet Riot, la primera banda de heavy metal que conquistó el número uno en el Billboard 200 con Metal Health (1983), DuBrow encarnó el ascenso vertiginoso de una generación y también su caída. En su voz y en su vida se esconde una lección amarga: la de que la fama, cuando llega demasiado pronto y se agota demasiado rápido, puede ser tan tóxica como la sustancia que acaba con uno.

A comienzos de los ochenta, el heavy metal aún era visto como una subcultura áspera, confinada a clubes, motocicletas y suburbios industriales. Quiet Riot, sin embargo, logró lo impensable: con Metal Health, llevó esa energía a la radio, a los videoclips y a los dormitorios de adolescentes norteamericanos que jamás habían visto un rostro enmascarado gritar con tanta euforia. La voz de DuBrow —áspera, eléctrica, exagerada— fue el puente entre la rudeza del metal y el sentido teatral del glam.
Su éxito se debió tanto al poder del sonido como a la actitud. DuBrow no solo cantaba: exhalaba arrogancia, desafío, hambre. En la portada del álbum, la máscara metálica y la camisa de fuerza se convertían en metáfora de su propio carácter: un hombre atrapado en su ego, dispuesto a romper las paredes con su grito. Aquella imagen convirtió a Quiet Riot en fenómeno cultural, pero también en un blanco fácil para la crítica que despreciaba la espectacularidad del metal comercial.
El éxito de Metal Health fue fulminante: en 1983 desplazó a Synchronicity de The Police del primer puesto en Estados Unidos, un logro impensable para una banda del género. Sin embargo, ese triunfo no trajo estabilidad, sino la embriaguez de sentirse indispensable. Kevin DuBrow creyó haber conquistado un trono que le pertenecía por derecho. Nadie le explicó que, en la maquinaria del rock, la fama no se hereda: se alquila por temporadas.

La arrogancia de DuBrow era casi legendaria. En entrevistas atacaba a otras bandas del movimiento angelino —desde Mötley Crüe hasta Ratt— acusándolas de impostoras. Defendía que Quiet Riot había abierto el camino para todos, que su éxito era el único genuino. Esa necesidad de reafirmarse, de marcar distancia, terminó volviéndose contra él. En un ecosistema basado en apariencias y alianzas, sus declaraciones públicas lo aislaron.
Pero su arrogancia era también una forma de inseguridad. Detrás del tono desafiante había un artista consciente de que el reloj avanzaba rápido y que el brillo de su banda empezaba a desvanecerse. Las giras eran caóticas, las ventas caían y la crítica se mostraba indiferente. DuBrow respondió con el exceso: más volumen, más drogas, más declaraciones altisonantes. Su ego, que al principio lo había impulsado, se transformó en una jaula dorada.
En 1987, la banda decidió expulsarlo. Fue un golpe devastador. Quiet Riot había sido su creación, su identidad, su refugio. De un día para otro, DuBrow se encontró fuera del círculo que lo había hecho visible. El mito comenzaba a resquebrajarse, y con él su estabilidad emocional.
Los años noventa fueron una larga resaca para DuBrow. Mientras nuevas generaciones transformaban el panorama —el grunge con su desencanto, el alternative con su cerebralidad—, el metal de los ochenta se convertía en objeto de parodia. Quiet Riot, reformado intermitentemente, sobrevivía en giras nostálgicas, tocando en casinos o ferias. DuBrow, con su cabellera rubia y su voz aún potente, parecía un actor que no quiere abandonar el escenario después del final de la obra.

Pero el peor enemigo no fue la decadencia comercial, sino el espejo del pasado. El cantante se obsesionó con reivindicar su papel en la historia del género, con que se reconociera su legado. En esa obstinación, su vida se volvió cada vez más cerrada, marcada por el consumo y la frustración. Las entrevistas de sus últimos años revelan a un hombre dolido, consciente de su propio ocaso pero incapaz de reconciliarse con él.
En noviembre de 2007, DuBrow fue hallado muerto en su casa de Las Vegas. Llevaba varios días sin ser encontrado. La autopsia reveló una sobredosis accidental de cocaína y medicamentos. La noticia pasó casi inadvertida en los grandes medios. El ídolo que una vez vendió millones de discos se extinguía en silencio, como si la fama misma lo hubiera olvidado.
El caso de Kevin DuBrow revela una dimensión poco explorada de la tragedia del rock: no la de los ídolos inmortales —como Hendrix o Morrison—, sino la de aquellos que alcanzaron la cumbre por un instante y luego fueron devorados por el tiempo. La fama limitada es más cruel que la ausencia de fama: deja una huella que persigue, un espejismo de grandeza imposible de repetir.
Para DuBrow, el reconocimiento público fue una droga más fuerte que cualquier sustancia. Cuando desapareció, su cuerpo siguió buscándola. La necesidad de volver a ser visto, de sentirse relevante, lo llevó a habitar una realidad alterna donde Quiet Riot seguía siendo la banda más poderosa del mundo, y él, su profeta. En cierto modo, su muerte fue la culminación de esa fantasía: un artista que se queda encerrado en el eco de su propio grito.
El precio tóxico de la fama limitada radica precisamente en esa imposibilidad de aceptar la normalidad. En la industria musical, donde el éxito se mide por visibilidad y consumo, quien alguna vez estuvo en la cima difícilmente puede habitar el anonimato sin sentirlo como una forma de muerte. DuBrow, más que un adicto a las drogas, fue adicto a la intensidad del reconocimiento.
Hoy, más de cuatro décadas después de Metal Health, la figura de Kevin DuBrow sobrevive en los márgenes de la memoria rockera. Sus canciones —“Cum On Feel the Noize”, “Bang Your Head”— suenan en compilados nostálgicos, pero su historia permanece como advertencia. No fue un héroe ni un villano, sino un reflejo: el del músico que confunde la energía de los focos con el sentido de su vida.

En cada rugido de su voz había algo de tragedia, una intuición de que ese grito no duraría para siempre. Kevin DuBrow fue, ante todo, el intérprete de su propio colapso: un hombre que quiso perpetuar la euforia y terminó consumido por ella. Su nombre, quizá, no brilla entre los grandes mártires del rock, pero su destino los resume a todos. Porque, al final, la fama es solo ruido. Y cuando el ruido cesa, lo que queda es el silencio —ese silencio insoportable donde el eco del pasado se convierte en la más adictiva de las drogas.



















