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John Lennon, persona non grata en Estados Unidos: cuando la contracultura amenazó al poder

A principios de los años 70, John Lennon ya no era “solo” un ex Beatle: se había convertido en una figura política. Su mudanza a Nueva York en 1971 no fue un simple acto de residencia artística, sino un manifiesto. Lennon eligió la ciudad del caos y la libertad para reinventarse como activista cultural, aliado de movimientos pacifistas, de la New Left y de voces radicales como Abbie Hoffman, Jerry Rubin y Angela Davis. Su música dejó de hablar únicamente de emociones personales para convertirse en arma ideológica: Give Peace a Chance, Power to the People, Imagine. Aquello encendió las alarmas del poder.


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El gobierno de Richard Nixon entendió algo que muchos artistas aún no sabían: Lennon influía en millones de jóvenes desencantados con la guerra de Vietnam y con el sistema. Y cuando Lennon anunció su intención de hacer una gira pro-voto para movilizar a los jóvenes en las elecciones de 1972 —con el fin tácito de sacar a Nixon de la Casa Blanca—, el Estado decidió neutralizarlo. No con censura abierta, sino con un mecanismo aparentemente legal: su expulsión del país.


La etiqueta “persona non grata” no fue un insulto: fue una estrategia.

El gobierno alegó una vieja condena por posesión de marihuana en Inglaterra (1968) para intentar deportarlo. Pero todos sabían que aquello era una excusa. De hecho, el FBI abrió un expediente secreto sobre Lennon, lo vigiló, lo grabó, lo siguió. Hoover lo consideraba “un problema potencial para la seguridad nacional”. Nixon necesitaba silenciar la contracultura antes de que se transformara en fuerza electoral.

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Entre 1972 y 1975, Lennon vivió una guerra burocrática: audiencias migratorias, abogados, difamación, vigilancia constante. Fue, en términos simbólicos, declarado “persona non grata”: una presencia incómoda para el gobierno, alguien cuya voz debía ser cancelada del espacio público. Lennon no podía trabajar libremente, ni salir y entrar del país; vivía entre la genialidad artística y el exilio inminente.


Pero Lennon hizo lo que mejor sabía: resistió con creatividad. En lugar de esconderse, grabó Mind Games, Walls and Bridges, colaboró con artistas marginales, se volvió aún más neoyorquino. Mientras tanto, la opinión pública comenzó a ver el absurdo de la persecución. El artista pacifista era tratado como enemigo del Estado. ¿Quién quedaba mal?


Finalmente, en 1975, tras la caída de Nixon por el escándalo Watergate, el clima cambió. El nuevo juez sentenció lo obvio: Lennon estaba siendo perseguido por sus opiniones. Le concedieron la Green Card. El Estado perdió. La contracultura ganó una pequeña pero poderosa batalla.


¿Por qué este episodio importa tanto hoy?

Porque mostró el miedo del poder a la influencia cultural. Lennon no tenía ejército, ni partido, ni armas. Su fuerza era su voz, su carisma, su capacidad de convertir la utopía en coro colectivo. Y eso resultó más peligroso que cualquier discurso político formal.



Declararlo “persona non grata” fue un intento de expulsar no solo a un individuo, sino a una idea: la posibilidad de que el arte cuestione al poder, lo ridiculice, lo desestabilice.


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Al final, Lennon se convirtió en ciudadano de Estados Unidos. Pero, paradójicamente, su verdadera ciudadanía siempre fue otra: la de la conciencia crítica global.


En su historia, el exilio y la libertad fueron la misma cosa. Y el sistema, al tratar de expulsarlo, solo confirmó cuán subversiva puede ser una canción cuando deja de entretener… y comienza a despertar.



 
 
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