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El gran placer de la insensibilidad: The Wall y su pronóstico acertado del aislamiento del hombre

En The Wall, Roger Waters construyó algo más que una ópera rock: levantó un espejo que, décadas después, refleja con brutal precisión la anatomía del aislamiento contemporáneo. Ese muro que Pink erige ladrillo por ladrillo —entre la gloria y la culpa, entre el ruido del éxito y el murmullo venenoso de la memoria— termina por adquirir la forma de un placer oscuro: la insensibilidad. No como una simple defensa, sino como una tentación. El adormecimiento emocional aparece como una especie de refugio donde nada duele porque nada toca, donde la vida se vuelve una habitación acolchada y estéril, diseñada para no sentir.


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En el universo de The Wall, ese proceso no es súbito; es casi ritual. Desde la angustia infantil marcada por un padre ausente —eco del trauma que Waters heredó y recodificó— hasta la figura de la madre sobreprotectora que, sin querer, añade más mortero al muro, la historia avanza como una liturgia del desencanto. Cada decepción, cada humillación, cada exceso del rock-star cansado de su propia caricatura se convierte en otro ladrillo que promete una paz artificial. Lo siniestro es que, en su momento más delirante, Pink descubre que la desconexión no solo protege: seduce. El aislamiento se convierte en un alivio pervertido, en un estado donde la sensibilidad ya no incomoda y la empatía deja de ser una obligación moral.


Ahí está, quizá, la verdadera profecía de The Wall: la anticipación de una sociedad donde la insensibilidad se disfraza de autocuidado, donde desconectarse del mundo es un estilo de vida, donde los muros ya no se construyen de hormigón sino de pantallas, auriculares y algoritmos. Waters imaginó a un individuo que se encierra para sobrevivir, pero terminó dibujando la silueta de nuestro presente, donde el ruido global empuja a muchos a retirarse emocionalmente hasta volverse casi fantasmas de sí mismos.

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Y, sin embargo, la obra también se permite el gesto final de la esperanza: ese juicio interior donde Pink debe derribar su muro para enfrentarse, por fin, al simple hecho de sentir. Es un acto violento, incómodo, casi quirúrgico, pero profundamente humano. Porque si algo señala The Wall con su lucidez amarga es que la insensibilidad puede ser placentera, pero nunca es liberadora. Es un anestésico, no una cura.


Treinta y cinco años después, el pronóstico se mantiene vigente: seguimos tentados por la frialdad, por la renuncia a la vulnerabilidad, por la comodidad de no involucrarnos. Pero la obra de Waters nos recuerda que toda muralla, tarde o temprano, exige un derrumbe. Y que la sensibilidad —esa fragilidad que tanto tememos— sigue siendo el único punto de contacto real entre el hombre y su propia existencia.



 
 
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