Leonard Cohen, la perversa seducción de la palabra
- Desde la edición
- hace 4 días
- 4 Min. de lectura
En Montreal, a mediados del siglo XX, un joven de mirada grave y voz contenida ya intuía que su destino no sería el de los comerciantes textiles de su familia, ni tampoco el de un ciudadano común atrapado en la rutina. Leonard Norman Cohen creció rodeado de libros y rituales judíos, entre la solemnidad del rezo y la inquietud de la poesía. Desde temprano comprendió que el lenguaje podía ser un terreno de poder, de revelación y de manipulación. La palabra, en sus manos, nunca sería inocente.

Su primera etapa fue la de un poeta y novelista en busca de su tono. Obras como Let Us Compare Mythologies (1956) o Beautiful Losers (1966) lo presentaron como un escritor atrevido, capaz de mezclar el fervor religioso con la carnalidad explícita. Era un Cohen aún distante de la música, pero ya dueño de ese filo perverso con el que tensaba el límite entre lo sagrado y lo profano. La crítica literaria lo admiraba y lo temía: en cada página parecía susurrar que lo divino y lo erótico eran, en realidad, las dos caras de un mismo espejo.

El giro hacia la música no fue una concesión, sino una expansión de su territorio poético. Al instalarse en la isla griega de Hydra, Cohen descubrió que la guitarra y la canción le permitían un contacto más directo con el otro, un puente inmediato hacia la intimidad ajena. Fue allí, entre amores fugaces y un paisaje luminoso que contrastaba con su temperamento sombrío, donde comenzó a forjar su estilo como trovador de la melancolía. Canciones como Suzanne o Bird on the Wire no eran meros cantos de amor: eran plegarias eróticas, donde la ternura se envenenaba con la fragilidad del deseo.
En Cohen, la seducción no residía en la música –sencilla, casi desnuda– sino en la palabra. Su voz grave, imperfecta y cavernosa parecía arrastrar al oyente a un ritual de confesión. Escucharle era como entrar a una habitación oscura en la que el tiempo se detenía: cada sílaba se convertía en un roce, cada pausa en una caricia. No había espacio para la indiferencia. Cohen seducía con la misma naturalidad con que advertía del peligro de esa seducción.
La perversidad de su arte consistía en esa ambigüedad. En Famous Blue Raincoat uno nunca sabe si escucha una carta de despedida, un lamento o una traición consumada. En Hallelujah, lo sagrado se confunde con el gemido carnal, como si el clímax amoroso y el misticismo fueran inseparables. En Dance Me to the End of Love, el amor y la muerte se enlazan en un vals que es tanto un rito de despedida como una celebración. Cohen ofrecía belleza, pero siempre envenenada con la conciencia de la pérdida.
A finales de los años noventa, cuando la fama lo había agotado, Cohen se refugió en un monasterio zen en Mount Baldy, California. Allí, durante casi una década, vistió hábitos, practicó la disciplina y el silencio. Pero incluso en el retiro, la palabra lo acechaba. En ese silencio aprendió que el lenguaje es también un ruido que nunca desaparece: la voz interior que se transforma en versos. El Cohen monje no canceló al Cohen poeta, sino que lo profundizó. De ese silencio regresó con una sabiduría aún más punzante, como si hubiera probado el vacío y confirmado que incluso allí lo humano sigue clamando.
El regreso a los escenarios en la década de 2000 fue una revelación. El hombre que aparecía ahora sobre el escenario –frágil, vestido de negro, con el sombrero siempre en la mano como señal de respeto– tenía la autoridad de un sacerdote laico. Sus conciertos eran ceremonias en las que no se cantaba, se oficiaba. El público salía con la sensación de haber participado en una liturgia íntima, donde la palabra de Cohen había vuelto a cumplir su función más poderosa: poseer al oyente, pero también liberarlo de su propia soledad.

Lo perverso de su seducción nunca fue la obscenidad, sino la honestidad con la que desnudaba la condición humana. Cohen no embellecía el amor, lo mostraba contaminado de duda y de fracaso. No idealizaba la fe, la exponía como un campo de batalla entre la plegaria y la ironía. No prometía consuelo, apenas una belleza inquietante. Por eso su obra resulta tan perturbadora como necesaria: escuchar a Leonard Cohen es aceptar que en cada palabra hay un veneno dulce que nos hiere y nos salva a la vez.
Al final, Cohen fue lo que siempre quiso ser: un poeta que entendió que la música podía expandir el poder de la palabra. Su vida, desde Montreal hasta Hydra, desde el monasterio zen hasta las giras mundiales de sus últimos años, fue una exploración constante de la fragilidad y la grandeza humanas. La suya fue la voz de un hombre que encontró en el lenguaje un arma de seducción, pero también un espejo brutal.
La palabra en Cohen es trampa y consuelo, herida y caricia. Esa es su verdadera perversidad: haber transformado la poesía en un veneno irresistible, en una liturgia íntima que aún hoy nos seduce, nos perturba y nos obliga a recordar que estar vivos siempre será un acto de belleza inquietante.