Roger Waters: del lado de la pared que interpela
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En el vasto paisaje del rock del siglo XX, The Wall se erige no solo como una obra musical monumental, sino como un espejo oscuro de la mente de su principal arquitecto: Roger Waters. Cuando en 1979 Pink Floyd presentó esta ópera rock, el mundo escuchaba más que un álbum; asistía a la confesión íntima de un hombre que, al levantar un muro metafórico entre él y la realidad, revelaba las fracturas de toda una generación. La pregunta que persiste décadas después —¿de qué lado de la pared está Roger Waters?— encuentra múltiples respuestas, todas atravesadas por la tensión entre lo personal y lo político, entre la alienación y la denuncia.

Waters nació en 1943, hijo de un maestro pacifista que murió en la Segunda Guerra Mundial. Esa ausencia paterna fue una herida fundacional. En The Wall, el personaje de Pink encarna precisamente a ese niño marcado por la pérdida, que construye un muro emocional para sobrevivir a un mundo cruel. Cada ladrillo del muro representa un trauma: la educación opresiva, la incomunicación, la fama que devora, la soledad. En ese sentido, Waters está del lado del prisionero, del artista atrapado dentro de su propia creación. El muro no lo protege: lo sofoca.
Cuando escribió la obra, Waters confesaba sentirse alienado de sus propios fans, incapaz de conectar con multitudes que, según él, asistían a los conciertos más para emborracharse que para escuchar. Su gesto extremo fue escupir a un fan durante una presentación en Montreal, experiencia que detonó la idea del muro. Desde entonces, su vida artística quedó ligada a esa imagen: la del creador que necesita levantar una barrera para soportar el contacto con el mundo.

Pero el muro de Waters no se limita al ámbito psicológico. Su evolución posterior muestra cómo la metáfora personal se transformó en denuncia política. A partir de los años ochenta, su carrera solista y sus giras con The Wall se convirtieron en escenarios de protesta: contra la guerra de Irak, contra el neoliberalismo, contra los muros fronterizos y, con mayor énfasis en las últimas décadas, contra la ocupación israelí en Palestina.
En estas batallas públicas, Waters eligió estar del lado de los oprimidos, de quienes ven en los muros reales una condena a la invisibilidad. Su crítica lo volvió una figura incómoda: mientras muchos lo consideran un defensor radical de los derechos humanos, otros lo acusan de extremismo y antisemitismo. Así, Waters vive en la paradoja de ser, simultáneamente, un icono de la conciencia crítica y un artista permanentemente en disputa.
Lo fascinante de Waters es que nunca se colocó en el lugar del guía luminoso, sino en el del acusador incómodo. No señala el muro desde fuera, sino desde dentro. En The Wall, Pink derrumba la barrera en un acto catártico, pero Waters sabe que los muros nunca desaparecen del todo: se reconstruyen una y otra vez en la mente, en la sociedad, en la política.

Por eso, responder a la pregunta implica aceptar una dualidad: Waters está tanto del lado del prisionero como del lado del profeta. Se reconoce atrapado en su propia alienación, pero también denuncia las paredes que los poderosos levantan para dividir a pueblos enteros. Esa tensión explica la potencia de su obra y también la controversia que lo acompaña: nunca habla desde la serenidad de quien tiene respuestas, sino desde la herida de quien sufre y, a la vez, acusa.
Hoy, más de cuarenta años después del estreno de The Wall, el mensaje de Waters no ha perdido vigencia. En un mundo donde resurgen nacionalismos, donde se erigen muros fronterizos y donde el aislamiento emocional se intensifica con la hiperconexión digital, la pared sigue en pie. Waters, con setenta y tantos años, continúa girando con su obra maestra, proyectando imágenes de Trump, Netanyahu o cualquier símbolo de opresión actual sobre los ladrillos ficticios.
Del lado de la pared, sigue estando él: el artista que interpela, que no deja descansar al público en la comodidad del espectáculo, sino que le recuerda que todos somos, de algún modo, responsables de los muros que habitamos y levantamos.
En suma, Roger Waters nunca eligió el lado fácil de la pared. Está del lado del que grita desde adentro, del lado de quienes padecen los muros de la historia, y del lado del artista que insiste en incomodar. Su grandeza y su controversia radican en lo mismo: en que jamás nos deja olvidar que las paredes existen, tanto afuera como dentro de nosotros.