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Bryan Ferry, la herencia de la elegancia crooner en la era del rock’n roll

La historia de Bryan Ferry comienza como la de un intruso en el territorio salvaje del rock. Desde sus inicios con Roxy Music a principios de los setenta, su presencia desentonaba y al mismo tiempo fascinaba: un joven del norte de Inglaterra, de origen obrero, que en lugar de abrazar la estética ruda del blues rock prefería trajes a la medida, peinados impecables y un modo de cantar que recordaba a los crooners de otra época.


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El debut de Roxy Music (1972) mostró de inmediato esa mezcla explosiva: glamour retro, experimentación sonora y un frontman que parecía escapado de un club nocturno en blanco y negro. Mientras Eno aportaba las texturas electrónicas y la banda desplegaba un rock sofisticado, Ferry se erguía como narrador de un romanticismo decadente. Su voz no era la de un gritón de estadio, sino la de un seductor ambiguo que modulaba entre el susurro y la exaltación teatral.


Álbum tras álbum, Ferry fue construyendo un estilo inconfundible. For Your Pleasure (1973) y Stranded (1973) acentuaron esa mezcla de erotismo sofisticado y rock experimental, mientras que con Country Life (1974) y Siren (1975) Roxy Music alcanzó un estatus de culto: portadas provocadoras, letras cargadas de deseo y artificio, y esa voz que parecía invocar tanto a Sinatra como a Elvis, pero siempre desde una distancia irónica.


La carrera solista de Ferry se abrió en paralelo, mostrando con claridad su obsesión por reinterpretar el repertorio clásico y contemporáneo. Su disco These Foolish Things (1973) ya era una declaración de principios: versiones de Dylan, los Stones o Lesley Gore transformadas en escenarios donde la elegancia vocal se encontraba con arreglos modernos. Era el gesto de un crooner moderno: no inventar desde cero, sino recontextualizar con estilo.


La cima de esa transformación llegó en los ochenta. Con Avalon (1982), Roxy Music depuró su sonido hasta convertirlo en un emblema del lujo sonoro: sintetizadores etéreos, guitarras cristalinas, atmósferas casi cinematográficas. Y en el centro, Ferry cantando como un crooner en un mundo digitalizado, proyectando sofisticación y melancolía en la era del videoclip y la MTV.

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Ya en solitario, con discos como Boys and Girls (1985) o Bête Noire (1987), Ferry terminó de consolidar su imagen: la del caballero nocturno, heredero de Cole Porter y Sinatra, pero vestido con la ambigüedad glam y la electrónica ochentera. Su manera de cantar se convirtió en un puente entre épocas, demostrando que la voz del crooner podía sobrevivir a la guitarra eléctrica, al sintetizador y a las mutaciones del rock.


Hoy, la figura de Bryan Ferry se recuerda como la de un artista que hizo del estilo una forma de resistencia cultural. En un mundo donde el rock’n roll parecía dominar a base de exceso y estridencia, él eligió la contención, la ironía, el artificio elegante. La herencia crooner no solo sobrevivió gracias a su voz: se reinventó, se volvió contemporánea y encontró un lugar propio en la modernidad.


En su recorrido, Ferry nos recuerda que el rock no fue solo rebeldía ruidosa: también fue espacio para la sofisticación, la nostalgia y la reinvención estética. Y en esa grieta, con un cigarrillo en la mano y un traje impecable, Bryan Ferry sigue cantando como si la noche nunca fuera a terminar.



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