Jerry Lee Lewis, el inicio del mito bad boy en el rock’n roll
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Antes de que el rock’n roll tuviera ídolos malditos, ya existía Jerry Lee Lewis: un torbellino de fuego nacido en Louisiana que convirtió el piano en un instrumento de demolición emocional. Mucho antes de que los Stones jugaran con la imagen de la rebeldía, o que Jim Morrison coqueteara con el exceso como filosofía, The Killer ya había encarnado el caos, la sensualidad y la herejía que definirían el alma salvaje del género.

A mediados de los años cincuenta, el rock aún era un fenómeno incipiente, un ritmo “peligroso” que unía el góspel y el blues con la urgencia adolescente del nuevo mundo. Pero Jerry Lee no solo interpretó ese fuego: lo personificó. Su figura, encorvada sobre el piano, golpeando las teclas con manos, pies o incluso con el trasero, era la encarnación de una energía que no podía domesticarse. Donde Elvis Presley era el joven educado que desafiaba con una sonrisa, Jerry Lee era la explosión pura, la falta de control hecha música.
Su debut con Sun Records —el mismo sello que había lanzado a Presley, Johnny Cash y Carl Perkins— dejó claro que algo distinto estaba ocurriendo. “Whole Lotta Shakin’ Goin’ On” y “Great Balls of Fire” no eran solo canciones; eran manifestaciones del deseo reprimido de una sociedad que todavía quería creer en los buenos modales. Con cada nota, Jerry Lee demolía las fronteras entre el sagrado y el profano: un predicador pecador, un pianista del infierno que llevaba la iglesia al bar y el bar a la iglesia.

Pero el mito bad boy no se construye solo en el escenario. En 1958, su carrera se desplomó tras revelarse su matrimonio con Myra Gale Brown, su prima de trece años. La prensa lo devoró, los promotores lo vetaron y las radios lo silenciaron. Sin embargo, aquella caída también selló su destino simbólico: Jerry Lee Lewis se convirtió en el primer exiliado del rock, el hombre que pagó el precio por vivir sin máscara.
El tiempo, sin embargo, se encargó de darle la dimensión que merecía. Su estilo —una mezcla de ferocidad rítmica, gospel profano y teatralidad desbordante— marcó a generaciones enteras. Sin Jerry Lee, Little Richard no habría sido tan incendiario, Elton John no habría aprendido a golpear el piano con tal desparpajo, y el espíritu de desobediencia que luego abrazarían los punkis no habría tenido un modelo tan puro.

Lewis no solo fue un pionero del rock’n roll: fue su primer villano glorioso. El hombre que convirtió el escándalo en arte y la pasión en sacrilegio. El que enseñó que el infierno también podía tener ritmo, y que, a veces, para tocar el cielo, primero había que incendiar el escenario.
















