Leonard Cohen, la seductora luminosidad
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En Leonard Cohen convivían el monje y el amante, el poeta místico y el cronista del deseo. Su voz —grave, casi susurrante, como si temiera quebrar el silencio más que llenarlo— contenía una promesa de revelación. A diferencia de tantos cantautores que pretendieron iluminar la oscuridad, Cohen entendió que la luz no llega desde fuera: nace dentro de la sombra, como un resplandor tenue que sólo se percibe al aprender a mirar con los ojos cerrados.

Desde Songs of Leonard Cohen (1967), su debut, el canadiense construyó una mitología íntima en la que el amor y la pérdida eran ceremonias equivalentes, donde cada beso parecía una oración y cada despedida, un acto de fe. Sus letras, más que canciones, eran pequeños evangelios de la melancolía moderna: exploraciones de la culpa, la redención y la belleza efímera. En su universo no existía la pureza sin pecado ni la espiritualidad sin cuerpo; la divinidad se hallaba en la piel ajena, en una copa de vino, en una habitación donde la noche se detenía por un instante.

Esa es la verdadera seducción de Cohen: no la del erotismo explícito, sino la de la comprensión profunda. Quien lo escucha no se enamora de una voz, sino de una inteligencia que sabe mirar el mundo con compasión y con ironía, con ternura y con distancia. Cohen seduce porque ofrece lo que pocos artistas se atreven a ofrecer: una vulnerabilidad sin disimulo, una lucidez que no humilla.
En los años finales de su vida, cuando el cuerpo se hacía más lento y la voz se hundía todavía más en la tierra, Cohen encontró su tono definitivo: el del hombre que se despide sin tristeza. You Want It Darker (2016) fue su testamento luminoso: un diálogo con la muerte convertido en canto, una aceptación serena de la fugacidad. En él, la oscuridad ya no era amenaza sino refugio; no un final, sino el comienzo de una claridad más profunda.
Leonard Cohen no iluminó el mundo desde un pedestal: lo volvió incandescente desde el abismo. Su obra demuestra que la verdadera luminosidad no deslumbra: acaricia, penetra, deja una marca suave e imborrable. En su voz, la luz siempre fue una forma de amor —esa fuerza que, incluso en el ocaso, sigue invitándonos a mirar de frente lo que duele, y a encontrar allí, misteriosamente, la belleza.
















