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Marc Bolan: el niño estelar que quiso reescribir el rock

Nació un 30 de septiembre de 1947, en Londres, con un nombre común —Mark Feld—, pero con una intuición casi mágica de que estaba destinado a algo más. Con los años se rebautizaría como Marc Bolan, un nombre breve, brillante y contundente, que sonaba como chispa eléctrica en medio de un mundo gris. El destino parecía escrito en cada acorde que arrancaba de su guitarra: Bolan no venía a repetir lo que ya existía, sino a inventar una nueva estética, un nuevo lenguaje para el rock.


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En la Inglaterra de finales de los 60, cuando el folk, el blues y la psicodelia tejían su propia mitología, Bolan fundó Tyrannosaurus Rex, un dúo acústico cargado de lirismo surrealista. Sus letras hablaban de unicornios, magos y paisajes oníricos. Era un poeta travieso disfrazado de músico. Sin embargo, su verdadera metamorfosis llegó con el cambio de nombre: T. Rex. La palabra ya no remitía a fantasía, sino a la contundencia de un dinosaurio eléctrico. Y con ese paso, Bolan se transformó en uno de los arquitectos del glam rock.


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El glam no era solo música: era un manifiesto. Plataformas brillantes, lentejuelas, maquillaje andrógino, guitarras saturadas y estribillos pegajosos. Bolan fue de los primeros en entender que el rock podía ser un espectáculo teatral, una ilusión desbordada. Canciones como Get It On o Children of the Revolution encendieron no solo las listas de popularidad, sino también la imaginación de una generación que encontraba en él una mezcla de sensualidad, misterio y desafío. David Bowie lo miraba de cerca; Elton John lo celebraba; miles de jóvenes lo imitaban.


Pero detrás del brillo siempre había sombras. Bolan vivió como quemando etapas demasiado rápido: la fama lo devoró con la misma velocidad con la que él conquistaba escenarios. Su vida fue un relámpago glamuroso, y también su muerte: un accidente automovilístico en 1977, justo cuando cumplía 29 años, selló su destino de estrella fugaz. Nunca llegó a los 30, aunque ya había cambiado el rock para siempre.


Marc Bolan fue un niño estelar —como él mismo se definía en sus letras—, un profeta del exceso que entendió antes que nadie que la música podía ser un espejo deformante de la realidad. En sus canciones, el mundo se volvía un carnaval eléctrico, un desfile de criaturas fantásticas envueltas en riffs hipnóticos. Y aunque su vida fue breve, dejó escrito un mensaje que aún resuena: el rock no tiene que ser sobrio ni solemne; puede ser un juego, un disfraz, un hechizo brillante.


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En cada aniversario de su nacimiento, su figura retorna como un eco del glam, recordándonos que a veces la música más profunda no es la que busca gravedad, sino la que se atreve a volar ligera, fulgurante, inimitable.



 
 
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