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The Rocky Horror Picture Show: la gran tradición de Halloween del rock’n roll

Cada octubre, cuando las calles se llenan de bruma y los escaparates exhiben máscaras y calabazas, hay un ritual que trasciende el disfraz y el dulce. En cines de medianoche y teatros independientes, bajo luces rojas y ecos de guitarras eléctricas, suena una frase que anuncia el comienzo del delirio: “It’s just a jump to the left…”. Y con ese salto, el mundo vuelve a entrar en el eterno Time Warp. Desde hace medio siglo, The Rocky Horror Picture Show es más que una película: es una misa pagana del rock’n roll, un carnaval de lo anómalo que cada Halloween revive con más fuerza.


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Estrenada en 1975, dirigida por Jim Sharman y basada en la obra teatral escrita por Richard O’Brien, The Rocky Horror Picture Show fue, al principio, un fracaso. Los estudios no supieron cómo vender una historia de un travesti extraterrestre que crea un hombre perfecto en un laboratorio barroco. Pero en la oscuridad de los cines de medianoche, el público marginado —los que no encajaban en el molde— la encontró. Y la película renació, no como un producto de Hollywood, sino como una experiencia colectiva. Lo que en su estreno fue incomprendido, en los años siguientes se convirtió en comunión: los asistentes comenzaron a vestirse como los personajes, a gritar líneas, a improvisar diálogos alternativos, a corear cada canción como si fuera un himno.


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Ese fenómeno —el del “audience participation”— transformó a The Rocky Horror Picture Show en algo que el cine rara vez alcanza: una obra viva. No se trata solo de ver una película, sino de entrar en ella. El espectador se vuelve parte del espectáculo, tal como el rock lo había hecho desde los años sesenta: romper la distancia entre escenario y público, borrar la frontera entre quien canta y quien escucha. En esa energía compartida, el espíritu del rock’n roll late con intensidad pura.



Musicalmente, The Rocky Horror Picture Show es una fusión de estilos que recorre toda la historia del rock hasta ese momento. Suena el eco del doo-wop de los cincuenta, el vértigo del rock clásico, la teatralidad glam de David Bowie, y el desenfado de Little Richard. Canciones como “Sweet Transvestite”, “Science Fiction/Double Feature” o “Hot Patootie – Bless My Soul” tienen la insolencia del mejor rock escénico, donde la ironía y el placer se abrazan sin pedir permiso. El Dr. Frank-N-Furter, interpretado magistralmente por Tim Curry, encarna ese espíritu: mitad dios del escenario, mitad monstruo de su propia creación, es el espejo deformante del artista rockero, que se reinventa y se destruye a sí mismo en nombre del deseo.


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Pero The Rocky Horror Picture Show no solo celebró la transgresión musical: se adelantó a su tiempo como manifiesto queer. En una era aún marcada por la represión sexual y el miedo a la diferencia, la película propuso algo radical: la identidad es un espectáculo, el cuerpo es un lienzo, y el deseo, una forma de arte. Su mensaje era —y sigue siendo— profundamente libertario: don’t dream it, be it. En esa frase se resume el credo de toda una generación que encontró en la película un refugio estético y emocional, una utopía donde la rareza no solo se acepta, sino que se celebra.


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Con los años, The Rocky Horror Picture Show trascendió su propio contexto. Se convirtió en la película más proyectada de la historia del cine, en objeto de culto intergeneracional, en ritual anual. Cada Halloween, los teatros del mundo se transforman en castillos de Frank-N-Furter: entre corsés, medias de red y risas cómplices, los asistentes se convierten en herederos de esa tradición que mezcla horror, humor y rock. Y lo notable es que el fenómeno no envejece: las nuevas generaciones lo descubren como si fuera un secreto que se transmite de boca en boca, una fiesta a la que siempre se llega a tiempo.


En el fondo, The Rocky Horror Picture Show representa la esencia más profunda del rock’n roll: su capacidad de desafiar lo establecido, de crear comunidad entre los que se sienten fuera de lugar, de transformar el exceso en belleza y la diferencia en orgullo. Por eso, cuando llega Halloween y las luces de neón tiñen de rojo la noche, Rocky Horror regresa no como una simple película, sino como una invocación: una ceremonia del desborde, la sensualidad y la libertad.


Porque mientras haya alguien dispuesto a dar “un salto a la izquierda” y “un paso a la derecha”, seguirá viva la gran tradición de Halloween del rock’n roll: esa en la que lo monstruoso es sublime, y lo prohibido, una forma de bailar.





 
 
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