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19 de noviembre de 1987: la noche en que Rock Stock abrió sus puertas y la vida nocturna de México nunca volvió a ser igual.

Fue una fecha que no se anunció como revolución, pero que terminó siendo eso: el instante en que la Ciudad de México, todavía herida por el temblor del 85, todavía envuelta en la melancolía gris de un país que reacomodaba sus ruinas, encontró una salida eléctrica hacia la madrugada. A las nueve de la noche, en una esquina de la colonia Juárez, se encendieron por primera vez las luces y las máquinas de humo de un lugar llamado Rock Stock, y desde entonces la noche dejó de ser un refugio para convertirse en un territorio cultural.


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Entrar al Rock Stock era como cruzar a un universo paralelo donde lo prohibido y lo permitido bailaban en la misma pista. Era un club, sí, pero también un laboratorio social. Una catedral laica del rock en inglés en una ciudad dominada por boleros, pop latino y bares de complacencia. Allí todo se mezclaba: los riffs rociaban las paredes como grafitis sonoros, los DJ tejían puentes entre The Smiths, The Cure, Bowie, Prince y New Order, y los cuerpos se arremolinaban al ritmo de una modernidad que México apenas empezaba a pronunciar.


Era el México pre-NAFTA, pre-internet, pre-globalización, pero en el Rock Stock ya se vivía otra era. Era el puerto pirata donde atracaban las tendencias británicas, neoyorquinas y europeas antes que en cualquier otro lugar de la ciudad. En sus cuartos oscuros se formó una fauna nocturna que después sería la generación que cambió el diseño, la moda, la televisión musical y la estética urbana de los noventa. El Rock Stock fue premonición, espejo y profecía.


Quienes estuvieron ahí recuerdan que el lugar tenía algo de mito desde el primer día:


el humo azulado, las escaleras interminables, el eco que hacía que cualquier bajo sonara como un terremoto íntimo, la pista donde se cruzaban poetas, publicistas, estudiantes, punks, modelos, músicos, oficinistas hartos del traje, almas perdidas y recién encontrados. Era un refugio para el diferente, pero también para el que todavía no sabía que lo era.


La Ciudad de México no tenía un sitio así:


un club donde la noche no era solo fiesta, sino una declaración de identidad.

Un espacio donde el rock no se consumía: se vivía, se encarnaba, se sudaba.


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En Rock Stock nacieron romances imposibles, amistades eternas, madrugadas que se contaban como poemas. Se escuchó por primera vez música que anticipaba la explosión alternativa de la próxima década. Se moldeó el pulso de una juventud que buscaba algo más que escapar: buscaba encontrarse.


Cada generación tiene un sótano, un bar o una discoteca donde siente que el mundo puede reinventarse.

Para la Ciudad de México, en 1987, esa cueva luminosa fue el Rock Stock.


Por eso la frase no es exagerada, sino precisa:

el 19 de noviembre de 1987, cuando Rock Stock abrió sus puertas, la vida nocturna de México nunca volvió a ser igual.

 
 
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