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Neil Young, más allá de la música: la vida en un tren llamado Lionel

Neil Young siempre ha parecido un viajero más que un músico. No uno de carretera —aunque sus canciones la recorran una y otra vez—, sino uno que viaja en tren, con la mirada fija en el horizonte y la mente perdida en los rieles del tiempo. Desde niño, los trenes fueron para él un símbolo de movimiento y de refugio. Aquella fascinación lo acompañó hasta la madurez, transformándose en una segunda vida: la del hombre que, cuando no escribe canciones, construye universos en miniatura sobre vías metálicas.


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Su amor por los trenes eléctricos de la marca Lionel no es un pasatiempo excéntrico, sino una extensión natural de su sensibilidad artística. Durante los años noventa, Young no solo coleccionaba locomotoras: se convirtió en uno de los principales socios y visionarios de Lionel LLC, rescatando a la legendaria compañía de la decadencia. Su intervención no fue meramente económica. Desarrolló sistemas de control y sonido más realistas —el sistema TrainMaster Command Control—, buscando una experiencia casi musical: que cada máquina tuviera un “timbre”, una voz distinta. En esa búsqueda técnica lo guiaba la misma pulsión que lo llevó a experimentar con sintetizadores o distorsiones en sus discos: la voluntad de encontrar alma en la mecánica.


Pero el vínculo con Lionel también fue profundamente personal. Young diseñó junto a los ingenieros mecanismos para que su hijo Ben, afectado por parálisis cerebral, pudiera operar los trenes con facilidad. Aquella innovación tecnológica era también un acto de amor. Neil Young no solo creaba circuitos de vías: construía puentes de comunicación con su familia. Allí, en su Broken Arrow Ranch, los trenes se convirtieron en una forma de convivencia, un lenguaje íntimo hecho de sonidos metálicos, luces diminutas y un paisaje imaginario en movimiento.


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Los trenes, además, atraviesan su música como una metáfora recurrente del viaje interior. En Southern Pacific (1981), Young encarna la voz de un trabajador ferroviario que mira su retiro con melancolía y dignidad; la canción es un homenaje al espíritu obrero y al pulso mecánico que marcó la modernidad norteamericana. En Train of Love, de Sleeps with Angels (1994), el tren es símbolo del destino inevitable, del amor que pasa sin detenerse, mientras el mundo observa desde el andén. Y en Peace Train, aquella colaboración espontánea en vivo con Cat Stevens, el tren se vuelve casi espiritual: una promesa de reconciliación y esperanza.



El propio ritmo de sus discos parece obedecer a esa dinámica ferroviaria. Harvest y Comes a Time fluyen con la cadencia lenta de un tren que atraviesa campos dorados; Rust Never Sleeps y Ragged Glory, en cambio, rugen como locomotoras eléctricas impulsadas por la furia de Crazy Horse. Incluso sus cambios de estilo —del folk pastoral al rock distorsionado, del country al grunge— recuerdan las estaciones de un mismo trayecto vital.

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Neil Young es, en definitiva, un constructor de paisajes sonoros y mecánicos. Cada tren Lionel que arma repite el gesto del compositor: unir piezas, conectar circuitos, encontrar belleza en lo imperfecto. Si en el escenario transforma el ruido en emoción, en su taller convierte el metal en memoria. Ambos mundos están hechos del mismo material: la electricidad, el pulso, el movimiento continuo.


En algún rincón del crepúsculo, cuando el ruido del mundo se apaga, Neil Young enciende uno de sus trenes Lionel. La locomotora comienza a moverse lentamente, y el sonido metálico de las ruedas sobre los rieles parece confundirse con el de una vieja guitarra resonando en la distancia. No hay público, ni luces, ni micrófonos: solo el movimiento circular de una máquina diminuta que, sin saberlo, reproduce el mismo impulso que lo ha guiado toda su vida.


Ese tren es su autobiografía secreta. Cada vagón lleva un fragmento de sus canciones, de sus pérdidas, de sus búsquedas espirituales. Allí viajan las sombras de Harvest Moon, los rugidos de Cortez the Killer, la melancolía de Helpless. En ese circuito cerrado, el tiempo se suspende y Neil parece encontrar algo que la fama o la música nunca pudieron darle: la serenidad de estar en marcha sin destino.


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Quizás por eso su tren nunca se detiene. Porque para él el movimiento es una forma de fe, un modo de permanecer fiel a sí mismo en un mundo que cambia de vía a cada instante. En cada silbato que suena, en cada riel que vibra, hay una declaración silenciosa: el viaje continúa. Neil Young sigue avanzando, no hacia un final, sino hacia una eternidad que se mide en canciones y en locomotoras diminutas girando sin cesar, como el pulso obstinado de un corazón que nunca aprendió a quedarse quieto.





 
 
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