Por Israel Lozano - UNAM
Llegó marzo y pudimos presenciar uno de los conciertos más interesantes de la
cartelera. Tuvimos la dicha de escuchar al director Rodrigo Macías, encargado de
la Orquesta Sinfónica del Estado de México, quién durante la presentación
desplegó sus dotes; exigió a sus músicos cautela y fuerza, y a partir de estos dos
contrastes alimentó a su público en un frenesí de movimientos. Por otro lado,
contamos con el pianista Jorge Federico Osorio; ha sido reconocido con múltiples
premios, como la medalla Bellas artes, él fue el encargado de maravillarnos con la
fluidez y sutileza de su instrumento.
En esta ocasión pudimos escuchar a tres compositores: Ramón Montes de Oca,
Ludwig Beethoven y César Frank. La primera pieza “El descendimiento según
Rembrandt”. Obra escrita solo para cuerdas, se sentía una tensión mística y
religiosa que deambulaba por todo el complejo. Está inspirada en la pintura del
pintor de Países Bajos. Una obra sensible que comienza con cierta profundidad en
los sonidos que se expanden hacia registros que le otorgan una textura armónica
que describe los sonidos de lo que podría ser la música del descenso de Cristo de
la cruz.
Lo siguiente que conmovió al auditorio fue el concierto para piano núm.4 en sol
mayor del compositor alemán Ludwig Beethoven. Sin duda una obra que
perdurará en nuestra memoria, interpretada al más alto nivel; Emil Ludwig, el
biógrafo más respetado de Beethoven aclara que este es el concierto para solista
más perfecto jamás compuesto. Son tres fragmentos, el primero comienza solo
con el piano, quién modula la intensidad y el orden en que entra el resto de los
instrumentos. Rodrigo Macías, con maestría guío a sus músicos para permitirle al
piano hablar con la mayor fuerza posible. En el último movimiento pudimos
distinguir un diálogo más elaborado y equilibrado entre todos los instrumentos.
El final, ya con el piano tras bambalinas, la mejor pieza de la tarde, la sinfonía en
re menor de César Frank. El compositor belga la escribió alrededor de 1886 y
1888, está dedicada a su discípulo Henri Duparc. Es una obra extraña que rompe
con las construcciones que se tenían de la música clásica de la época que
continuaba ejerciendo los principios de la tradición alemana. Lo que presenciamos
fue una arrebato de emociones que nos arrastró a un universo donde
navegábamos sobre los sonidos a tierras distantes y desconocidas. El movimiento
comienza desde su apertura con un clímax que anticipa lo que estás por escuchar.
Viajamos entre jardines de reposo y tormentas de agresividad para terminar con el
triunfo sobre todas las cosas que nos acechan en la oscuridad.