Rod Stewart, otro gran aficionado a los trenes
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Entre las luces del escenario y el silencio de una habitación ocupada por rieles diminutos, transcurre la vida paralela de Sir Rod Stewart. Desde hace más de veinticinco años, el músico británico construye una ciudad en miniatura inspirada en la América de los años cuarenta: calles polvorientas, puentes metálicos, estaciones que respiran vapor y trenes que cruzan los paisajes con un rumor persistente de melancolía. No se trata de un pasatiempo pasajero, sino de una forma de memoria: un territorio íntimo donde Stewart parece detener el tiempo, reparar lo efímero, volver tangible la emoción que tantas veces cantó.

Esa obsesión por los trenes no es ajena a su música. Es, más bien, su metáfora secreta. En la maqueta —tan minuciosa que hasta los grafitis de los muros fueron pintados a mano por él mismo— hay un eco de su otro gran proyecto de madurez: los cinco volúmenes de The Great American Songbook, publicados entre 2002 y 2010. En ambos universos Stewart se convierte en un artesano del detalle, un restaurador de épocas perdidas. Donde antes reinaban la electricidad y el desenfado del rock, aparece ahora una elegancia de terciopelo, un modo pausado de volver a mirar el pasado sin ironía.
En It Had to Be You… The Great American Songbook (2002), Stewart abre la puerta a ese viaje con la devoción de quien entra en una estación cubierta de humo antiguo. Su voz, ahora más grave, recorre estándares de Gershwin, Porter y Kern con un respeto que no es sumisión, sino diálogo: una conversación entre el chico rebelde de los setenta y el caballero maduro que entiende el valor de la pausa. En As Time Goes By (2003) y Stardust (2004), continúa esa travesía por las melodías que moldearon el imaginario romántico de Estados Unidos. Cada disco es una escala más en ese recorrido: una locomotora que atraviesa la memoria musical del siglo XX, deteniéndose en estaciones donde suenan orquestas y amores imposibles.

La serie completa —culminada con Fly Me to the Moon en 2010— puede leerse como una larga carta de amor a un tiempo y un estilo de vida que Stewart observa desde la distancia, igual que contempla los trenes de su maqueta moverse bajo una luz tenue. No hay impostura en su nostalgia: hay reconstrucción. Al cantar esas viejas canciones, el músico británico levanta una ciudad sonora con la misma precisión con que edifica las avenidas en miniatura de su taller. Cada acorde de cuerdas, cada modulación de voz, es una pieza cuidadosamente colocada, un intento de devolverle movimiento a la quietud del recuerdo.
Rod Stewart siempre ha sido un viajero. Primero lo fue del rock y del soul, luego del pop más elegante, y finalmente del tiempo mismo. En los vagones diminutos de su maqueta y en los compases orquestales del Songbook, se adivina la misma búsqueda: la de un hombre que aún se emociona al ver pasar un tren o al escuchar una melodía que parece venir desde otra era. En ambos mundos —el real y el imaginario—, Stewart se permite lo que el vértigo de la fama casi nunca concede: la contemplación.

Y quizás ahí resida el verdadero destino de su viaje: comprender que el arte, como un tren en movimiento, no llega nunca a su estación final. Solo se transforma. Con cada álbum y cada maqueta, Stewart no persigue la perfección, sino la permanencia; no busca escapar del tiempo, sino acompañarlo. Sus trenes siguen su ruta bajo una lámpara tenue, y su voz —esa voz que aprendió a envejecer con dignidad— continúa atravesando paisajes donde la nostalgia no es un refugio, sino una forma luminosa de seguir avanzando.



















