Stripped, la frescura Stones en los noventas al ritmo de Bob Dylan
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En Stripped (1995), los Rolling Stones hicieron algo que en ese entonces parecía imposible: recuperar el pulso fresco de una banda que llevaba tres décadas en la carretera sin renunciar a la madurez adquirida en el trayecto. Fue un gesto de desnudez artística —no en el sentido del minimalismo forzado, sino en la tradición del volver a la madera cruda que siempre sedujo a Keith Richards—, una reconexión con la temperatura real de las canciones, con la respiración misma del rock’n roll cuando deja de inflarse para llenar estadios y vuelve al tamaño del latido.

El álbum fue, en esencia, una confesión: los Stones aún sabían respirar como una banda de bar. En los noventa, cuando muchos gigantes del rock buscaban modernizarse con capas de producción, efectos o colaboraciones, ellos decidieron regresar a la habitación pequeña, cerrar la puerta y encender la grabadora. Stripped no fue un MTV Unplugged ni un ejercicio de nostalgia: fue un acto de supervivencia estética. En esas tomas acústicas y directas reverberó la banda que aprendió a tocar escuchando blues de segunda mano y folk ampuloso, pero que también se formó bajo la sombra del bardo eléctrico que cambiaría el destino del siglo: Bob Dylan.
Porque Stripped respira Dylan por todas partes. No solo porque incluyeron “Like a Rolling Stone” —casi una provocación poética: los Rolling Stones tocando Like a Rolling Stone, ese espejo infinito donde ambos nombres se reflejan y se desafían— sino porque el espíritu del disco se alimenta de la misma energía que Dylan recuperó en sus propias sesiones noventeras: la crudeza, la voz sin maquillaje, la canción como columna vertebral que no necesita prótesis. Hay algo de Good as I Been to You y World Gone Wrong en esta forma de entender la desnudez: un retorno a la fuente para comprobar que todavía fluye agua.

En “Like a Rolling Stone”, Jagger abandona la impostación del rockstar eterno y recupera la aspereza de un cantor que por un instante se sacude la máscara. Richards, por su parte, toca como si la guitarra hubiera vuelto a ser el objeto elemental que lo salvó de la calle. Y Charlie Watts —siempre el poeta silencioso del ritmo— encuentra un swing contenido, como si estuviera tocando en un club de jazz sin nombre. Lo que se escucha ahí no es una versión: es un acto de filiación. Una reverencia y una apropiación simultáneas, como si los Stones estuvieran diciéndole a Dylan: aprendimos de ti, pero también aprendiste de nosotros; aquí está la prueba de ese diálogo eterno.

Eso es lo que hace Stripped tan luminoso en los noventa: la dialéctica entre la grandeza y la intimidad. La banda que podía llenar estadios en cualquier ciudad del mundo decide replegarse, no para sonar vieja sino para sonar viva. En un tiempo dominado por el grunge, el britpop, el industrial y el hip hop, los Rolling Stones encontraron frescura no imitándolos, sino recordando su propia genealogía. Esa mezcla de humildad y arrogancia —que solo ellos pueden sostener sin perder elegancia— se convierte en una declaración: cuando todo cambia, regresas al origen; allí siempre hay una canción esperando.
Stripped es así: un álbum donde el tiempo se detiene y la historia se reescribe con la voz quebrada, los dedos en la madera y la herencia dylaniana latiendo como un metrónomo interior. Un recordatorio de que la frescura no es una cuestión de edad, sino de verdad. Y en los noventa, quizá como nunca desde los setenta, los Rolling Stones volvieron a sonar verdaderos.



















