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“The King of New York”: El manifiesto urbano de Abel Ferrara

“The King of New York” (1990) no es simplemente una película criminal sobre el regreso de un capo a las calles de Manhattan; es el filme que definió, con crudeza estilística y tensión moral, la mirada cinematográfica de Abel Ferrara.

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Con esta obra, el director neoyorquino consolidó su voz como autor: oscura, provocadora, impregnada de dilemas éticos, violencia redentora y una ambigua espiritualidad urbana. La cinta no solo capturó el espíritu de una ciudad al borde del colapso moral, sino que estableció una nueva manera de ver el crimen desde el ojo del antihéroe como figura trágica.


Un gánster con conciencia: Frank White como símbolo


Frank White, interpretado por un magnético Christopher Walken, emerge del encierro con una misión contradictoria: reinstaurar su imperio de drogas mientras intenta, al mismo tiempo, volverse benefactor de su ciudad. Esa paradoja —el criminal que busca redención a través del mismo sistema que corrompe— es el corazón del cine de Ferrara. White no es un simple villano; es un avatar de la decadencia de Nueva York, un rey melancólico que busca darle sentido a su poder, aunque sepa que su trono está construido sobre ruinas.


Walken, con su inquietante presencia y manierismos medidos, convierte a White en una figura casi espectral. Su calma es más perturbadora que cualquier estallido de violencia. No actúa por rabia, sino por necesidad; y esa distancia emocional subraya el vacío existencial del personaje, y, en extensión, del sistema urbano que lo rodea.


La ciudad como infierno y altar


Nueva York en The King of New York no es un escenario; es una entidad viva. Ferrara la retrata con una mezcla de devoción y horror. Las luces de neón, los hoteles decadentes, los vagones del metro, las patrullas policiales: todo contribuye a una atmósfera febril, donde la belleza y la putrefacción coexisten. Es una ciudad donde la línea entre lo legal y lo ilegal, entre policías y ladrones, se diluye hasta desaparecer.

Ferrara filma con una urgencia casi documental, pero estilizada. La fotografía de Bojan Bazelli, saturada en contrastes, refuerza la sensación de una pesadilla lúcida. Y la música —una mezcla entre hip hop embrionario, funk distorsionado y cuerdas ominosas— marca el pulso de un mundo donde el orden se ha vuelto obsoleto.


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La violencia como liturgia


La violencia en The King of New York no es gratuita, aunque sí impactante. Ferrara no la utiliza como espectáculo, sino como una forma de exorcismo. Cada balazo, cada traición, cada muerte súbita es una confesión de culpa colectiva. La escena más recordada —Frank White disparando en un taxi, con una mirada tan serena como letal— se convierte en un símbolo de la alienación total. No se trata de venganza, sino de destino.


Ferrara, criado en el catolicismo, imprime a su cine una noción de pecado y redención que convierte la violencia en una suerte de liturgia profana. Frank White es un pecador consciente de su destino, y por eso se acerca a la muerte con una calma sacrificial. No huye de ella: la abraza como único escape posible de un sistema sin salvación.


Un cineasta sin concesiones


The King of New York es la obra donde Abel Ferrara alcanza su forma más depurada. Ya había explorado el mal en Ms. 45 (1981) y el delirio urbano en Fear City (1984), pero aquí encuentra un equilibrio entre estética y ética, entre crimen y trascendencia. Esta película no solo consolidó su reputación como cineasta de culto, sino que anunció una nueva oleada de cine noir postmoderno, más sucio, más nihilista, menos esperanzador que el de Scorsese o Coppola.


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El filme también fue profético: anticipó la fusión entre crimen organizado y capitalismo global, la banalización del poder, y la farsa moral de las instituciones. En los años siguientes, Ferrara seguiría explorando esos temas en obras como Bad Lieutenant (1992) o The Addiction (1995), pero The King of New York sigue siendo su declaración más poderosa, su manifiesto ético en forma de balada criminal.


En su desenlace, The King of New York nos deja con una imagen inquietante: el rey sin reino, la ciudad sin redención. Frank White muere en soledad, sin gloria, sin juicio, mientras Manhattan sigue girando en su espiral de corrupción y codicia. La corona está vacía, pero la ciudad permanece. En esa paradoja trágica, Ferrara encontró su voz definitiva: la de un profeta urbano que, sin esperanza ni ilusión, aún cree que el cine puede iluminar las sombras del alma humana.



 
 
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