…Y justo antes de saltar al vacío: la esencia de Thom Yorke
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Thom Yorke no canta, se desnuda. Su voz es una grieta en el muro del mundo moderno: una vibración que se abre paso entre el ruido mecánico de la existencia y la angustia de saberse vivo. Desde que apareció al frente de Radiohead, aquel joven de mirada huidiza se convirtió en la encarnación de un sentimiento colectivo: el vértigo de un siglo que aprendió a convivir con la ansiedad, la alienación y la belleza efímera del caos.

Yorke llegó a la música no como quien busca fama, sino como quien necesita aire. En su garganta habita una urgencia: la de escapar de un cuerpo y una sociedad que lo ahogan. Creep fue el primer grito, un himno involuntario del desajuste emocional; una confesión pública de vulnerabilidad en tiempos que exigían perfección. Pero lo que vino después fue mucho más profundo. En The Bends comenzó la metamorfosis: Yorke y su banda empezaron a transformar la angustia en arte, a dotar de textura emocional aquello que muchos solo sabían describir como tristeza.
El salto al vacío llegó con OK Computer (1997), ese disco que redefinió la relación entre el ser humano y la tecnología. Yorke lo entendió antes que nadie: las máquinas no eran el enemigo, sino el espejo. Aquella voz que parecía flotar entre guitarras y sintetizadores era la traducción sonora de una humanidad atrapada en su propio invento. Fitter Happier, recitado por una voz artificial, no era una sátira: era una plegaria distorsionada. En ese momento, Thom Yorke se convirtió en profeta del desencanto digital.

Luego vino el salto más arriesgado, la inmersión total: Kid A (2000). Allí, Yorke dejó atrás las estructuras tradicionales del rock y se entregó al vértigo del sonido puro. Era como si hubiera decidido no cantar para los demás, sino para sobrevivir a sí mismo. Lo electrónico se convirtió en médium espiritual. La melancolía, en código binario. Y sin embargo, bajo las capas de ruido y glitch, seguía latiendo el corazón humano: el suyo.
Thom Yorke nunca fue un músico de certezas, sino de preguntas. ¿Qué queda del yo cuando todo se desintegra? ¿Qué sentido tiene cantar en un mundo saturado de voces? Su respuesta siempre fue la misma: seguir cayendo. Porque en esa caída —en esa rendición al abismo— está la única forma posible de salvación. Lo que para otros sería una derrota, para Yorke es un modo de existir.
En The Eraser, Anima o sus trabajos con Atoms for Peace, continúa ese diálogo entre la vulnerabilidad y la experimentación, entre el cuerpo que tiembla y el bit que pulsa. Su danza nerviosa en el escenario no busca la estética del control, sino la del colapso; un cuerpo que se disuelve en la música, que deja de ser individuo para convertirse en energía.

Yorke encarna la tensión de nuestro tiempo: somos seres fracturados, hipertecnificados, pero aún capaces de sentir. En cada nota, su arte nos recuerda que el alma no ha desaparecido, solo cambió de frecuencia. Sus canciones no pretenden salvarnos del vacío; nos enseñan a respirarlo, a encontrar belleza en su hondura.
Porque justo antes del salto —cuando el miedo se confunde con el asombro— aparece la música. Y ahí está Thom Yorke, suspendido entre el ruido y el silencio, entre la pérdida y la esperanza, recordándonos que a veces caer es la única forma de volar.