Cuando pase el temblor: la fascinante sincronía de la música y la vida
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- 19 sept
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El 19 de septiembre de 1985 México despertó con el sonido de un temblor que no era metáfora, sino tragedia. Un sismo devastador, de magnitud 8.1, sacudió la ciudad con una fuerza capaz de alterar no solo sus edificios, sino también la conciencia de un país. El terremoto reveló fragilidades estructurales, pero también despertó una fuerza comunitaria inédita: brigadas ciudadanas espontáneas que salvaron vidas en medio del caos. Fue un sacudimiento físico, pero también espiritual, un antes y un después en la historia mexicana.

Ese mismo año, en otra coordenada latinoamericana, una banda joven llamada Soda Stereo daba a conocer un tema que se convertiría en emblema: “Cuando pase el temblor”. Aunque nacido en clave metafórica y estética —con un videoclip filmado en las ruinas de Tilcara, en Jujuy, Argentina— el título adquirió para México un eco inquietantemente literal. En el país herido, las palabras de Cerati resonaban como una especie de presagio, como si la música hubiera alcanzado a rozar, sin quererlo, la vibración de la realidad.
La sincronía entre música y vida se muestra en este cruce extraño: una canción que habla del temblor interior del deseo, de la espera que sigue al estremecimiento, y un pueblo que experimentaba un sacudimiento real, con la necesidad urgente de reconstruirse. Allí, el arte deja de ser un simple acompañamiento para volverse espejo de lo vivido. Lo que para Soda era un juego poético, para México se volvió un recordatorio de resiliencia: la certeza de que después de la destrucción viene la calma, y de que toda sacudida, por dolorosa que sea, puede transformarse en memoria y en canto.
El temblor de la vida —físico o emocional— nos enfrenta siempre al vacío de lo que no controlamos. La música, en cambio, le otorga una medida, un ritmo, una respiración. Como el corazón que late más fuerte después de la sacudida, la canción de Soda Stereo encapsula la experiencia universal de la fragilidad: nada es estable, pero todo puede reorganizarse en otro compás. Esa es la fascinante sincronía: la música no predice, pero coincide; no explica, pero acompaña; no cura, pero revela.

El 19 de septiembre quedó inscrito en la memoria mexicana como fecha de duelo, pero también como símbolo de unidad. Años después, cuando la misma tierra volvió a sacudirse en 2017 y en 2022, en la misma fecha, la conexión con “Cuando pase el temblor” reapareció inevitable. La canción adquirió la condición de himno involuntario, como si la cultura popular hubiera encontrado en ella la banda sonora de un destino repetido.
En el fondo, todo temblor —ya sea un terremoto o una emoción que sacude el alma— nos recuerda la precariedad de la existencia. Pero también, como enseñó México en 1985, la capacidad humana de levantarse entre escombros, de reír y cantar cuando todo parecía caído. La sincronía entre la música y la vida está en esa extraña alquimia: convertir la sacudida en memoria, el dolor en aprendizaje, y el estremecimiento en melodía.
Cuando pase el temblor no fue escrita para México, pero encontró en él su destino. Y acaso esa sea la verdadera esencia del arte: ser un eco que viaja hasta coincidir con la vida misma, allí donde más se necesita.



















