El jazz llevado al delirio punk, el viaje de Gordon Summer, Sting
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En la Inglaterra de finales de los setenta, cuando el punk emergía como una llamarada que incendiaba los cimientos de la música popular, un joven proveniente de Newcastle parecía un invitado extraño en ese banquete de caos. Su nombre de nacimiento era Gordon Matthew Thomas Sumner, aunque el mundo lo conocería como Sting, un apodo ganado por un suéter a rayas negras y amarillas que lo hacía parecer abeja. A simple vista, podía parecer uno más de aquella generación que buscaba gritarle al sistema su inconformidad, pero detrás de su bajo se escondía una historia distinta: la de un hombre moldeado por la disciplina del jazz, la escucha profunda de los grandes improvisadores, y el rigor armónico que parecía incompatible con la furia nihilista del punk.

El punk, por definición, era una renuncia: a la técnica, a la belleza, al virtuosismo. Se trataba de recuperar el poder de las tres notas y la velocidad, de arrancar la música de las manos de los “dioses” del rock progresivo y devolverla al pueblo. En ese universo, Sting no encajaba. Y, sin embargo, ahí estaba, fundando junto con Stewart Copeland y Andy Summers a The Police, banda que se presentaba como punk pero que desde sus primeras notas dejaba claro que había algo distinto. El bajo de Sting no era una mera columna rítmica; era un personaje más en la narración, con líneas fluidas, casi danzantes, que bebían tanto del reggae como del jazz modal.
En Roxanne, la supuesta canción punk que conquistó al mundo, se esconde un fraseo melódico que jamás habría imaginado Johnny Rotten. En Message in a Bottle, el bajo describe un arco narrativo independiente de la guitarra, y en Walking on the Moon, Sting demuestra que la repetición obsesiva puede ser también un viaje hipnótico, cercano a la improvisación jazzística. El delirio punk en sus manos no era caos, sino un lienzo en blanco donde podía desplegar su sofisticación. El grito de la calle y la elegancia del club de jazz se abrazaban en un mismo cuerpo sonoro.

El verdadero viaje comenzó cuando Sting decidió lanzarse como solista. Ahí, sin la necesidad de responder a la etiqueta de “banda punk”, su amor por el jazz se desbordó. Reclutó a músicos como Branford Marsalis, Kenny Kirkland y Omar Hakim, y con ellos dio forma a discos donde el pop se vestía de armonías complejas y arreglos brillantes. The Dream of the Blue Turtles (1985) es la declaración de principios: saxofones conversando con guitarras, bajos sincopados que se enredan en patrones rítmicos imposibles, canciones que podían sonar en la radio pero que escondían capas de sofisticación. Sting no quería elegir entre el rigor académico y la emoción inmediata; quería ambos.
En sus letras también se advierte esa fusión. El punk solía hablar de la calle, de la política, de la rabia pura. El jazz, en cambio, evocaba paisajes abstractos, conversaciones íntimas entre instrumentos. Sting tomó lo mejor de ambos mundos: canciones que podían hablar de dictaduras en Centroamérica (They Dance Alone), del sufrimiento humano (Fragile), o del paso del tiempo (Englishman in New York), todo ello sin abandonar el pulso accesible del pop. Era un cronista que usaba la música como excusa para filosofar, un poeta urbano con alma de académico.
Pero lo más fascinante de Sting no es su eclecticismo, sino su capacidad de hacer del eclecticismo un estilo. Muchos músicos que migraron al jazz lo hicieron como un ejercicio tardío de sofisticación. Sting, en cambio, lo convirtió en el corazón de su identidad. La improvisación jazzística le dio libertad; el punk le enseñó urgencia; y el pop le ofreció el escenario masivo para comunicarlo todo. Su viaje es el de un contrabandista sonoro, alguien que se mueve entre fronteras con naturalidad, llevando ideas de un mundo al otro, derribando las murallas invisibles de los géneros.

En perspectiva, Sting encarna una paradoja luminosa: fue un jazzista escondido en la carcasa de un punk, y un punk disfrazado de crooner. En él, la furia se volvió sofisticación, y la sofisticación se volvió accesible. Su obra es testimonio de que la música, lejos de dividirse en compartimentos rígidos, es un río que fluye, y que lo único que importa es la fuerza de la corriente.
El delirio punk, con su grito de rebeldía, encontró en Sting un traductor inesperado, alguien capaz de llevarlo al terreno del jazz sin que perdiera su filo. Su viaje —del humo de los clubes nocturnos al rugido de los estadios— es una metáfora de lo que la música puede ser: un territorio sin fronteras, donde la disciplina y la rabia, la belleza y el desgarro, conviven como voces distintas de una misma canción.